martes, 1 de noviembre de 2011

La verdadera historia de Heinz Ches



Su vida no fue fácil y tuvo una muerte espantosa. Es más que probable que si este hombre sombrío y reservado hubiera sabido lo que le reservaba el destino y hubiera podido elegir si venir o no a este mundo, habría decidido no nacer.

Heinz Ches


El 2 de marzo de 1974, hace sólo 30 años, fueron ejecutados a garrote vil en España dos hombres. Las dos últimas ejecuciones de la dictadura franquista con este método medieval. Uno de ellos era el anarquista catalán Salvador Puig Antich. De él se ha escrito casi todo. El otro se llamaba Heinz Ches. Oficialmente, era polaco y huérfano. Y así ha sido durante décadas hasta que, hace unos meses, este periodista dio al fin con su identidad y nacionalidad auténticas y con su familia. El resultado de una investigación que empezó en 1995 –plasmada en el libro “El silencio de Georg”, de próxima publicación– es que Heinz Ches no era Heinz Ches, sino Georg Michael Welzel, que tampoco era polaco, sino alemán, y que sí tenía familia: madre, hermanos, una mujer con la que no se casó, y tres hijos. Todos ellos viven, y desconocían el destino definitivo de su familiar hasta que les fue mostrada una fotografía incluida en la documentación judicial, y pudieron confirmar así su muerte.

Georg Welzel había nacido en 1944 en Cottbus, a 30 kilómetros de la frontera con Polonia, dentro del territorio de lo que después fue la República Democrática Alemana. Según revelan los datos incluidos en las actas del temible y hoy desaparecido Ministerio para la Seguridad del Estado –la Stasi–, había intentado fugarse en tres ocasiones del país: en 1964, 1967 y 1970. Pero no tuvo suerte y estuvo encarcelado durante buena parte de su juventud. Escapar de la RDA era un crimen enorme para el Estado socialista. Finalmente, atravesó la frontera con la República Federal de Alemania, en Berlín, el 16 de mayo de 1972. Según sus hermanos, lo logró en un intercambio de prisioneros entre las dos Alemanias; según las actas policiales, se le permitió ir a la zona occidental, sin más.

Cuando fue detenido en España, declaró haber nacido en Stettin (Polonia) en 1939 y llamarse Heinz Ches. Le resultó fácil componer esa identidad: su padre se llamaba Kart-Heinz, el apellido de soltera de su madre era Ches (por error de las autoridades y medios de la época, siempre escrito con zeta: Chez), y su abuelo materno era polaco, de Silesia. El resto de la historia que contó ya no tenía ninguna relación con la realidad: que había perdido a sus padres en la guerra, que creció con unos feriantes, y que fue vagando mucho tiempo y por varios países, hasta llegar a España. Parece seguro que Welzel inventó el nombre porque quería evitar su vuelta a la RDA, y proteger a su familia de cualquier problema con las autoridades.

El crimen del camping Según figura en la sentencia, Heinz Ches, el polaco, fue condenado a muerte por haber asesinado a un guardia civil el 19 de diciembre de 1972, en el bar del camping Cala d’Oques, de l’Hospitalet de l’Infant (Tarragona). Ches llegó a las puertas del local con una escopeta que había robado días atrás del chalet de un viticultor alemán. Una de las dos camareras holandesas que trabajaban allí, de sólo 21 años, charló con él, y le invitó a entrar para tomar un café. No le sorprendió el arma porque era época de caza. A los pocos minutos, apareció el guardia Antonio Torralbo, como cada día. En cuanto puso un pie en el local, Ches le disparó. Durante años se ha especulado con el móvil del crimen, porque se sugirió que en aquel local se ejercía la prostitución; además, en la playa junto al camping se practicaba el contrabando; y el propietario del local, también holandés, apareció muerto en circunstancias extrañas, poco antes del juicio contra Ches, en el que debía declarar. Sin embargo, esta investigación ha revelado que en aquel negocio no existía ninguna relación con actividades ilícitas, y que su dueño se suicidó por motivos personales. Welzel habría disparado al venirle a la cabeza los años de cárcel en su país.

En su huida, se deshizo del arma y de un pasaporte a nombre de un ciudadano de la RFA, Klaus Sackmann, al que había pegado burdamente su fotografía. Declaró haberlo comprado. Un día después del crimen fue detenido en la estación de l’Ametlla de Mar. En aquel instante, decidió convertirse en Ches.

También fue acusado de haber intentado asesinar a otro guardia civil, Jesús Martínez, en el puerto de Barcelona seis días antes, algo que él negó hasta la muerte. Según los testigos, fue visto en un bar portuario, en la tarde-noche del 13 de diciembre de aquel 1972. Después de salir del local, disparó sin mediar palabra a un guardia civil que vigilaba en la zona, con una pistola de pequeño calibre, del 6,35. Lo hirió gravemente. Aunque en las declaraciones de los testigos y del propio agente había algunas contradicciones, un estudio detallado, avalado por numerosos testimonios, permite concluir que fue Welzel quien disparó.

Desde que cruzó la frontera con la RFA no dejó de escribir a su madre, y alguna vez a su compañera, Christa Fuchs, a la que hizo llegar dinero para los niños, aunque siempre había evitado comprometerse con ella. Envió dieciocho postales y cuatro cartas, en tan sólo cuatro meses. La última, el 5 de septiembre de 1972, desde Berlín. En aquel momento desapareció. Días más tarde fue detenido en Bonn, por un presunto delito de corrupción, pero de esto su familia ya no supo nada. No queda rastro en los archivos judiciales de aquel interrogatorio.

Su madre, Ursula, después de varias semanas sin noticias, se puso en contacto con su sobrino, Benno Radke, un fotógrafo y gran viajero que vivía en Colonia (en la RFA), al que su hijo Georg siempre había admirado. Los dos primos habían llegado a encontrarse en el Oeste; por eso Ursula recurrió a él, para que intentara dar con su hijo. Hizo gestiones hasta que llegó la terrible noticia. Fue en 1975. Entonces le comunicaron a la madre que un tal Heinz Ches, que al parecer se llamaba Georg Welzel, había muerto en Tarragona. “¿Por qué tiene que ser Heinz Ches justo nuestro Georg Welzel?”, le escribió Ursula a Benno, negándose a aceptar el drama.

Ya en el 2001, el hijo de Georg Welzel, sin acabar de conocer el destino final de su padre, logró que fuera rehabilitado de las penas por intento de fuga de la RDA. Tiene 37 años y, como sus hermanas Christiane y Sylvia, de 40 y 38, respectivamente, apenas conserva recuerdo alguno sobre su padre, porque estuvo casi siempre encarcelado y se esfumó cuando eran pequeños. Cuatro meses antes del juicio que lo condenó a muerte, la Interpol informó a la policía española de la identidad real de Ches

Al régimen franquista le interesaba que aquel hombre siguiera siendo polaco y no tuviera familia. ¿Por qué? El 20 de diciembre de 1973, cuando llevaba ya un año encarcelado, ETA asesinó al presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco. Fue un golpe terrible para el dictador. Por eso, cuando el nuevo presidente, Carlos Arias Navarro, tomó el poder, debía dejar clara su firmeza. En aquellas fechas iba a tener lugar también, pero en Barcelona, el juicio contra un joven catalán, miembro del grupo anarquista MIL. En la primera semana de 1974, Salvador Puig Antich fue condenado a muerte. Welzel (bajo la falsa identidad de Heinz Ches) ya había sido sentenciado a esa misma pena el 6 de septiembre de 1973, pero aún faltaba que fuese ratificada. Y eso es lo que ocurrió también en aquel comienzo de año. La dictadura, para vengar el magnicidio, decidió ejecutar a un preso político –Puig Antich–, aunque para demostrar que igual se ajusticiaba a uno político que a otro común, eligieron a Heinz Ches. Uno de los diecinueve ministros que formaban parte de aquel Gobierno, que prefiere no desvelar su nombre, lo confirma: “Era mejor llevar al Consejo de Ministros las dos condenas juntas”. Sólo había tres condenados a muerte en el país, ellos dos y un guardia civil que había matado a su superior. Éste fue indultado.

Ches era el candidato perfecto: era polaco (España no tuvo relaciones diplomáticas con Polonia hasta 1977; y sí que las tenía con la RFA, y con la RDA desde 1973), y afirmaba no tener familiares ni amigos. Pero no era cierto, y lo que es más grave, todos lo sabían: jueces, fiscales, ministros. Un informe de la Interpol enviado a la policía española cuatro meses antes de su juicio confirmaba que las huellas de aquel Heinz Ches correspondían en realidad a Georg Michael Welzel, hijo del carpintero Karl Heinz y de la enfermera Ursula. Este documento incluía una dirección familiar. Pero ignoraron esa información. Georg Welzel no era un apátrida ni carecía de familia: aún viven, en su Alemania natal, su madre, su mujer y sus tres hijos.

Debido a que había asesinado a un guardia civil, fue juzgado en consejo de guerra. El proceso fue teatral, según cuentan testigos directos de aquel sistema judicial: “Todo fue un montaje. Tenían decidido ejecutarle”. La deliberación de los jueces, alrededor de una paella, fue retratada y exagerada con mordacidad por Albert Boadella en el montaje “La torna” (1977), algo que le valió a él mismo y a Els Joglars un infame proceso.

Montaje o no, lo cierto es que Ches confesó haber cometido el asesinato. Pero no fueron menos ciertas todas las fatalidades que confluyeron en su camino. Por ejemplo, la ineficacia de los tres defensores con los que contó. Primero, uno militar, de oficio, Rafael de Montemayor, que no era abogado porque la legislación castrense no lo exigía. “Para un caso como éste tampoco hace falta”, llegó a decir. Y después otro civil, Jordi Salvà, que fue invitado en la barra de un bar a participar en el caso por el propio juez instructor, con la promesa de que “al polaco sólo le caerían 30 años”. No fue así. A las 20 horas del día 6 de septiembre de 1973, el presidente del tribunal leyó la condena a muerte. Desde aquel instante, el abogado civil se desentendió de su defensa y ni siquiera presentó alegaciones a la pena capital. Aunque él sostiene que sí lo hizo, el escrito no existe en el sumario, ni hay indicios de que éste fuera manipulado para suprimirlo. “Yo entonces era joven, tenía 27 o 28 años, e hice todo lo que pude. Nunca pensé que le ejecutarían”, se justifica Salvà.

Franco calla y otorga Al franquismo le interesó decir que Welzel era polaco porque no había relación diplomática con Varsovia. En la vista del Consejo Supremo de Justicia Militar, que debía ratificar la condena, le representó otro defensor militar, de oficio, Jesús Montero, quien lo más que hizo fue citar en su escrito a Raskolnikov e Ilia Petrovich, protagonistas del “Crimen y castigo” de Dostoievsky, y unos versos de Núñez de Arce sobre el remordimiento. La condena se ratificó. El jueves, 28 de febrero de 1974 los ministros se reunieron en el consejillo y dieron por buenas las dos muertes. Al día siguiente, viernes, se escenificó el penúltimo acto en El Pardo, en el Consejo de Ministros. Franco calló y otorgó. La rueda de prensa en la que se informó de las inminentes ejecuciones se retrasó hasta la noche, para restar tiempo a las protestas.

Welzel no reveló su identidad real a nadie, ni siquiera al sacerdote católico Juan de la Cruz Badell, que pasó las últimas horas a su lado. Aquella noche tuvo un comportamiento desconcertante, por su entereza. No se vino abajo, ni cuando supo que la ejecución era inminente. Jugó al parchís con el cura, con un pastor evangélico –al que convocaron, porque pensaron erróneamente que Ches profesaba esa creencia–, y con un par de funcionarios. También habló en tres ocasiones con su abogado civil, que llegó a la prisión seis horas después de que se pusiera en marcha la cuenta atrás, y que aquella noche no hizo nada significativo para intentar detener la ejecución. Finalmente, legó sus escasas pertenencias a un preso portugués que, hoy en día, afirma no saber nada del asunto.

A las nueve de la mañana, el verdugo de la Audiencia de Sevilla, que no había ejecutado jamás a nadie, puso en marcha el ritual. Fue terrible. Así lo describe uno de los cinco testigos que hubo por ley. Para mantener oculto aquel horror, el entonces comandante Francisco Muro, miembro del tribunal que lo condenó, impuso allí mismo la ley del silencio. El cuerpo de Welzel fue introducido en un ataúd de pino, sacado de la prisión en la furgoneta de una frutería, y enterrado al día siguiente en la fosa común del cementerio de Tarragona, sin lápida alguna. Georg había anunciado a su madre su deseo de viajar hacia el sur. Así lo hizo. Después de 30 años de su muerte, hace tan sólo unas semanas sus hermanos Peter Welzel, de 57 años, y Monika Howack, de 56, viajaron también hasta ese sur, para colocar en el cementerio una cruz con su verdadera identidad grabada sobre el hierro: Georg M. Welzel, 11-4-1944/2-3-1974

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